
Emeraude escapa de su prisión
En el calabozo, la muchacha abrió los ojos, incorporándose de golpe, falta de aliento, sobre la miserable cama que tenía, peleando consigo misma por recuperar el aliento y el control.
Recordándose que había sido sólo un sueño, que ya no estaba en ese lugar, limpió una única lágrima de su mejilla.
–Emeraude –repitieron, y finalmente reconoció que la voz venía del otro lado del muro. Le pertenecía a un hombre que parecía no ser mucho mayor que ella y que estaba encerrado en la celda contigua, los dos únicos presos en esa parte del castillo.
–Buenos días –dijo la muchacha, con la voz ronca que sigue a alguien al despertar. También añadió un toque de fastidio, para declarar que odiaba ser despertaba.
–Buenos nada –repuso, con el reflejo de su propio fastidio–. ¿Puedes asomarte y decirme qué ves?
Emeraude se sentó en la cama, despacio, curiosa de la petición de su ‘amigo’.
Ahí abajo no había muchas cosas: un pedazo de madera sujeta con cadenas a la pared como una pretensión de cama, mucha paja en el suelo para cuando el invierno era muy frío y la paja del suelo era más cálida que la madera en la pared, un lavabo demasiado pequeño y una ventana en lo alto de la pared, apenas un recuadro rayado por barrotes de hierro enterrados firmemente en la piedra, la única vista hacia el exterior, aunque no muy útil. Sólo podía ver la plaza dentro del castillo, y a las personas que iban y venían. No había nada de entretenimiento real ahí abajo, eso sólo lo conseguías si, como ella, ganabas la simpatía de un par de guardias y ellos te traían algunos libros; o si contabas con un compañero en la celda contigua a quien nunca has visto pero que a pesar de llevar décadas encerrado parecía conocer algo del mundo.
Al menos, por seguro, conocía más de lo que ella hacía.
Se paró sobre su cama y se levantó sobre la punta de sus pies para mirar: en medio de la plaza había un semicírculo de oficiales en sus uniformes rojos. En medio, un poste clavado al suelo, inamovible. Gente comenzaba a congregarse alrededor. A un costado, tres tronos vacíos, esperando por la familia real.
–Parece una ejecución –respondió ella. Hizo una pausa–. Otra ejecución –se corrigió.
Del otro lado del muro escuchó al hombre suspirar.
–¿Alguien más con magia o sólo un desafortunado del castillo? –cuestionó el hombre.
A pesar de estar segura que era una pregunta para sí mismo, Emeraude contestó.
–Dudo mucho que aún haya gente con magia que encontrar y asesinar –comentó con amargura.
Se dejó caer en la tabla y cruzó las piernas debajo de ella. Lo escuchó moverse y supuso que se había apartado de la ventana, tal como ella.
–¿Y qué soñabas? –preguntó el joven distraídamente, tratando de romper el silencio–. ¿Tuviste otra pesadilla?
Emeraude pensó en decir la verdad, contar su sueño, pero se lo tragó y mintió:
–Pesadillas es todo lo que soy capaz de soñar –respondió con desolación–. Mi mente parece disfrutar recordándome solo los malos tiempos de mi vida.
–¿Es que acaso hay buenos tiempos? –preguntó el hombre con diversión.
–Pocos, pero los hay. Todos tienen buenos tiempos, ¿o acaso tú no? –se levantó y recorrió la pequeña habitación de piedra y se detuvo junto a la pared que la separaba de su única compañía. Se recargó en ella y se deslizó hasta el suelo.
El hombre suspiró.
–Buenos es decir poco. Yo tuve momentos maravillosos –respondió.
–Yo no diría tanto –reconoció ella–, mis buenos tiempos siempre estuvieron ensombrecidos por algo malo. Pero es sorprendente que en todos estos años solo pueda recordar las sombras.
–7 años –dijo en una voz suave, apenas perceptible.
–7 años –repitió como un eco.
Había dejado de llevar la cuenta exacta de los días muchos años atrás, pero la celebración de bienvenida a un nuevo año era imperdible. Siete veces, siete fiestas, siete años. Con un escalofrío, tomó la única manta que poseía y se cubrió las piernas con ella.
–Si sigues aquí jamás podrás hacer recuerdos felices –dijo su compañero–, y alguien tan joven como tú debería tener muchísimos.
–No quisiera quedarme aquí toda mi vida –susurró, más para ella misma que en respuesta–. ¿Qué clase de vida sería, entonces?
–Pero, dime, ¿Qué clase de vida poseemos ahora? –replicó él.
Una conmoción en el exterior ahogo cualquier respuesta que pudiera dar. Y fue bueno, porque no sabía que responder.
–¿Qué pasa? –se levantó y acercó a su única ventana al mundo. Su compañero hizo lo mismo, pudo escucharlo acercarse al muro.
Las puertas del castillo se abrieron, pero su visión no alcanzaba a mirar. Esperó pacientemente en silencio hasta que pudo ver lo que causaba tanto revuelo: La Familia Real acaba de llegar. Anduvieron, rodeados por guardias, caminando en medio de la multitud que les abría paso.
Llegaron a la tarima y la subieron, andando directo a sus respectivos lugares en los tronos: el del centro, el más alto, era el del Rey Dalborit. A su derecha la reina Inyssa, y a la izquierda la princesa Amely.
Al verlos, un estremecimiento le recorrió a Emeraude la espalda. Siempre le era doloroso ver a la familia real.
Entonces aparecieron en su visión dos guardias que llevaban a la condenada. Era una mujer, podía verle la espalda y el borde de su rasgado vestido. No parecía resistirse, por el contrario, caminaba a paso firme y con la cabeza en alto.
Llegaron frente al Rey y la reina y los guardias presentaron sus respetos –la mujer no se movió– y procedieron a atar a la culpable al poste del medio.
La giraron hasta quedar de frente a los Reyes, de perfil a Emeraude, y contuvo el aliento en cuanto la reconoció. Su rostro no tenía buen aspecto, estaba pálida y golpeada, su cabello revuelto en una sucia maraña. Llevaba el vestido con rasguños y mugre y las manos sujetas por gruesos brazaletes de hierro unidas por una cadena.
Anxie era la mujer que la había criado. Si bien no era su madre, era lo más cercano que tenía de una.
Los guardias tomaban el extremo de la cadena que ataba a Anxie y levantaron sus brazos por encima de su cabeza, sujetándolos al poste de madera a su espalda. Cuatro guardias más se pararon a unos cuantos pasos de distancia, arco tensado y flecha en posición apuntándole. Fue entonces que ella, por primera vez, forcejeo para liberarse; sin embargo, un guardia se adelantó y la golpeó en la mejilla, ordenándole que se detuviera. Ella le dirigió una mirada de odio y le escupió, casi provocándolo a golpearla de nuevo, mas el Rey lo detuvo, poniéndose de pie.
–Anxie, la mujer frente a ustedes, ha sido enjuiciada y encontrada culpable por incumplimiento en sus labores, por la enseñanza de las artes oscuras, y por traición al reino –hizo una pausa–. Y brujería.
–¿Traición? –murmuró la chica tras las rejas mientras el Rey continuaba hablando de la honorabilidad y el deber para el Rey y su reino–. Que patética acusación.
–Si meditamos sobre ello, los cargos son correctos –dijo su compañero. Lo escuchó alejarse de la ventana y la madera crujir bajo su peso–. Enseñó magia y traicionó al reino.
No había ánimo en su voz, parecía más que nunca la voz de un hombre que llevaba docenas de años sin ver el Sol y andar bajó él.
–Ella fue la mujer que me crió, que me educó cuando mi madre me repudió. Me enseñó sólo lo que debía saber. Si me lo enseñó a mí, no puede ser traición al Rey –replicó la joven con indignación.
–El Rey te odia querida, podría matarme solo por hablar contigo. Además, la magia está prohibida. Se castiga con muerte.
–Lo dices como si hacer magia fuera la prohibición –repuso la joven–. Pero no olvidemos que tenerla es lo que está mal ante el Rey. Como si uno pudiera controlar poseerla o no –resopló–, es absurdo.
–No dudo que esto sólo sea algo para hacerte enfadar –añadió el hombre con infinita paciencia–. Como sabe que es cercana a ti…
–No puedo permitir que la asesinen. Debo hacer algo para detener esto –miró con ansiedad de nuevo a la plaza. Una joven había corrido hacia la mujer para intentar defenderla. Los guardias estaban tratando de lidiar con la entrometida–. Sé que puedo hacerlo, sólo necesito una oportunidad.
–Siempre te he dicho que estás aquí porque los deseas, niña. A diferencia de mí, a ti no hay hechizo alguno que te retenga dentro de este lugar.
Era verdad. Él se quejaba todo el tiempo de un hechizo que lo ataba ahí, que le imposibilitaba usar su magia para huir. Y también le decía siempre que, en su lugar, él ya estaría haciendo una vida ahí afuera. Una vez incluso le contó que él había puesto un hechizo en su celda, hace muchos años, uno que le hacía sentir cuando alguien estaba cerca. De esa forma podía salir de su celda y volver antes de que alguien se diera cuenta de que no estaba.
Por casualidad una vez fue descubierto y entonces fin del juego.
–Hice un trato –repuso ella, no tan segura ahora de su argumento como en ocasiones anteriores cuando habían mantenido esta discusión.
–Un trato, un trato –repitió con molestia, casi con burla hacia esas palabras, pero sobretodo, con desdén–. Los tratos pueden romperse.
–Sabes que no es verdad.
–No, la verdad es que no. Los tratos con magia no se pueden romper, encuentran siempre quien pague por su precio. Pero tú sólo hiciste un trato de palabra con el Rey y su guardia; no es nada, no significa nada.
–Mi palabra debe significar mucho.
El hombre resopló.
–Por favor, no me vayas a aburrir con un discurso sobre la respetabilidad y el honor de tu familia. Hay dos opciones querida, puedes quedarte y cumplir con tu palabra que puede significar mucho para ti pero que a mí me importa una manzana, o romper un trato por una mejor causa. Decide, pero hazlo rápido. El tiempo se agota muy deprisa para esa mujer.
–El Rey cumplirá con sus amenazas si yo no cumplo… –susurró la chica. Afuera la joven que había intentado intervenir gritó cuando un guardia la golpeó con el mango de su espada y cayó inconsciente en sus brazos.
–Se acaba el tiempo querida –le recordó el hombre–, decide de una vez.
–No me digas querida.
–Se acaba el tiempo… –repitió.
–¿Qué debería hacer? –se lamentó en un susurro.
–Solo actúa, piensa después.
–¿Ese es tu consejo? –dijo en tono de burla. Sin embargo, lo siguió–. Me arrepentiré por esto –juró, y con un movimiento de su mano, se esfumó, escuchando apenas una despedida de su compañero.
Apareció al segundo siguiente en medio de una nube de humo en el borde de la multitud, al otro lado del asiento del Rey.
Gritos de asombro sonaron por toda la concurrencia, la gente que la había visto aparecer de la nada se estaba volviendo loca.
De inmediato, la sentenciada peleó con sus sujeciones para girar y ver qué causaba tal conmoción. Y entonces la miró, la súplica de no cometer ninguna imprudencia en sus ojos. “Lo lamento”, dijo la joven sin hablar, sólo moviendo los labios, y con un movimiento de su mano, la desapareció, enviándola a un lugar que había visto en una de las ilustraciones que ella le había mostrado en su infancia, un reino libre donde sabía que ella amaría vivir.
Una ola de gritos se elevó más fuerte entre la multitud cuando la mujer desapareció en una nube de humo y las flechas lanzadas hacia ella se clavaron en la madera y algunas menos suertudas pasaron más allá, clavándose en el pecho de un par de guardias.
Entonces los espectadores se dispersaron.
Emeraude miró hacia la familia real. La princesa hizo una mueca de dolor y puso una mano sobre su pecho, justo sobre el corazón. El Rey y la reina se inclinaron hacia ella, preocupados.
Entonces el Rey alzó la vista y la miró, sorprendido, en medio de toda la conmoción y el caos. Formó su nombre con sus labios y Emeraude vio una lluvia de emociones cruzarle la mirada. La sorpresa y confusión inicial fueron reemplazados por la ira y llamó a un guardia cerca de él y la señaló, gritando órdenes por encima del ruido. Los guardias giraron todos a verla, y comenzaron a avanzar en su dirección.
Lyssander estuvo junto a ella en un instante, tomándola desprevenida y sujetándola del brazo y jalándola hacia sí. Ella gritó e intentó zafarse de su agarre, pero no lo consiguió a tiempo de impedir que él le pusiera en la muñeca el extremo de unas esposas de hierro. Ella sabía para qué servían, y sintió una oleada de frío helarle las venas cuando la magia de éstas le arrebataron la suya.
Miró a la princesa llena de horror. Y ella la miró de vuelta con apenas la sombra de una sonrisa adolorida, y un asentimiento como un saludo y una despedida.
Se debatió entre los brazos de Lyssander, quien estaba más ocupado en poner en su lugar el otro extremo de las esposas que en sujetarla con fuerza, y su distracción fue suficiente para que ella consiguiera golpearlo en la espinilla y soltarse.
Una vez libre, sólo había una cosa por hacer:
Correr.