En Llywain descubren sobre la llegada de Kathryn.

(Contiene spoilers)


Un consejero del rey abandonó la habitación y les dejó entrar. Emeraude lo conocía, era el maestro de información. Killian, Emeraude y Jasen entraron al despacho del rey y lo encontraron de pie detrás del escritorio, junto al librero.

Parecía ansioso.

–Su Majestad –saludaron Jasen y Emeraude, con reverencias. Killian se tensó al ver la ansiedad del rey.

–¿Qué pasa? –cuestionó.

Abdiel suspiró.

–Recibimos un mensaje de fuego de Nareia esta mañana –explicó Abdiel. Les mostró un pedazo de pergamino, chamuscado en las orillas.

–¿Malas noticias? –preguntó Killian, estirándose para tomar la hoja.

Emeraude se asombró cuando el rey la extendió hacia ella.

–Me temo que lo son.

Emeraude, vacilante, tomó el mensaje. Mientras ella leía, el rey explicó el contenido.

–El rey de Nareia recibió a un mensajero de La Tierra Sin Magia. Averiguó y al parecer Dalborit envió mensajeros a los seis reinos, y el primero en llegar fue el de ellos. El rey Saxe envió mensajes de fuego a todos, esperando que la noticia no nos tome por sorpresa. O para que no llegue hasta dentro de dos meses.

–¿Y qué es? –gritó Killian, ansioso.

–Kathryn –susurró Emeraude, alzando la vista del papel–. Dalborit anunció que la Princesa Perdida regresó a casa.

Las piernas le fallaron y Emeraude tuvo que sentarse en una de las sillas. Jasen se acercó, preocupado.

–¿Estas bien? –cuestionó. Ella asintió y miró al rey.

–¿Cómo es posible?

–Se trata de una farsante, evidentemente –respondió el monarca. 

Según la historia del reino, los brujos del Aon Draíochta, o la Tierra Sin Magia, sabían que el rey Dalborit tendría gemelas y que una de ellas poseería magia. Éstos se presentaron ante el rey para ofrecerle entrenar personalmente a la princesa en las nobles artes mágicas, pero el rey se había negado. Ofendidos por la negativa, los brujos se internaron en el castillo la noche del nacimiento de las princesas para robarse a la pequeña con magia y así cumplir su objetivo de enseñarle. Ésta no era una causa egoísta, sino justa: privar a un niño de su conexión con la magia traería más problemas de los que solucionaría. Evitar que la niña aprendiera traería consecuencias. Pero el rey no escuchaba.

Madeleine era quien los lideraba, y la historia oficial pregonaba que había conseguido su objetivo y que, junto con ella, Kathryn había desaparecido desde esa noche, dejando detrás suyo a unos padres destrozados y una hermana solitaria.

Aunque Dalborit había montado toda una campaña en búsqueda de su hija, aun hasta el presente, la realidad es que ésta jamás desapareció, sino todo lo contrario: vivió en el castillo todo el tiempo, recluida y encerrada, con Madeleine atrapada también como su institutriz y su nana. Esa pequeña había recibido un nombre y una identidad completamente diferentes, convirtiéndola en Emeraude, la dulce y desgraciada hija ilegítima de Diabal, el entonces Jefe de la Guardia Real.

Emeraude negó con la cabeza.

–Pero somos gemelas –exclamó–. ¿Cómo podrían…? –guardó silencio, y miró a un estupefacto Killian–. ¿Es posible? –le preguntó.

Killian se encogió de hombros.

–Es un hechizo muy complicado –respondió, vacilante–. Se borró de todos los libros, no existe registro de cómo hacerlo. Es… –miró a rey– debería ser imposible.

–¿De qué hablan? –preguntó Jasen, mirando de uno en uno.

–Killian me contó sobre un hechizo que permitía cambiar la apariencia física de alguien –explicó Emeraude.

–Está prohibido –añadió el rey–. Al final de la guerra se firmaron Acuerdos entre los reinos, una serie de Códigos para el empleo de la magia que establecía algunos hechizos que no se permitirían emplear. Entre otros, como la necromancia, el hechizo para cambiar la apariencia física se prohibió.

–En ese caso sólo debemos demostrar que Dalborit violó los Acuerdos. Quizá podamos hacer algo…

–Dalborit no firmó esos acuerdos –musitó Killian–. Él no es parte de la Sociedad. Después del Ataque, se negó a firmar la Renovación que se efectúa cada cuatro años.

–Fue una estrategia admirable –exclamó el rey, sorprendiéndolos a todos–. Lo que acaba de hacer es atarnos de manos. –Se sentó en su silla tras el escritorio, consternado–. No podemos presentar a Emeraude como la heredera. Ya no.

–¡Pero si yo soy la auténtica heredera! –exclamó, indignada.

–¿Y cómo lo comprobamos? –le espetó Killian.

–Si dices que el hechizo se borró hace años y fue prohibido, será imposible comprobar que Dalborit lo efectuó –musitó Jasen, rodeando a Emeraude para sentarse al otro lado de ella–. Por el contrario, creerán más su historia y nos acusarán a nosotros. Si Llywain participó en la guerra, tuvo contacto con el hechizo cuando se inventó. Y Aon Draíochta no tiene magia, mientras que Llywain está repleto de brujos.

–Sin mencionar que hace apenas una semana ustedes visitaron y mataron al brujo que inventó el hechizo –señaló el rey.

–Y Dalborit envió mensajeros a caballo a los reinos a pesar del tiempo que tomaría entregar su mensaje –apuntó Jasen–. Eso sólo reafirma su debilidad mágica.

–¡Maldita sea! –exclamó Killian, pateando una silla.

Emeraude se sobresaltó, pero comprendió la ira y frustración del joven.

–¿Podríamos convencer a la falsa princesa de ayudarnos? –preguntó Emeraude.

–Sólo si supiéramos quién es –dijo el rey.

–Debe ser Kathryn, no puede ser nadie más –señaló Eme–. O bueno, Emeraude. La verdadera hija de Diabal, quiero decir. Sería su mejor opción, usar a una chica que ya está involucrada en todo el intercambio de hijas, en lugar de buscar a alguien nuevo a quien explicarle todo. Sé que mis padres la tenían escondida en algún sitio, no dudo que aceptara a hacer esto a cambio de libertad. Quizá algo más. Si podemos ofrecerle algo mejor…

–¿Tiene alguna debilidad?

–¡Killian! –lo reprendió el rey–. No pienses que usaremos algo en contra de esa pobre chica.

–Sólo es una pregunta curiosa –mintió el joven.

–Lyssander –respondió Emeraude, ante la mirada de reproche del rey–. Su hermano y ella son muy cercanos. Él siempre reclamó que por mi culpa no podía tener a su hermana cerca, y haría lo que fuera por ella. Por lo que sé, ella también lo aprecia mucho.

Killian hizo un mohín.

–¿Entonces la supuesta hermana de la princesa es, en realidad, la hermana del Jefe de la Guardia Real? –agitó la cabeza–. Eso lo complica todavía más. Su lealtad está sumamente comprometida.

–Lo mejor es renunciar por ahora a la posibilidad de reclamar el reino a través de ti –le dijo el rey a Emeraude–. Sé que no lo habíamos discutido previamente, pero era una buena oportunidad. El simple hecho de tenerte con nosotros era una buena arma a usar contra tu padre, pero por desgracia él cuenta con recursos que claramente no entendemos del todo.

–Abdiel tiene razón– concordó Killian–. Deberíamos enfocarnos en tu maldición Jasen. Al final será nuestra última esperanza.

–¿Entonces eso es todo? –cuestionó el aludido–. ¿Lo dejamos ser? ¿Nos rendimos y ya?

–La sabiduría de un líder está en saber escoger sus batallas –dijo el rey Abdiel, poniéndose de pie–. Meditaremos en lo que podemos hacer, aunque temo no es mucho. Dalborit está jugando con las cartas que conoce pero nosotros poseemos algunas más. Dejemos que crea que nos ha ganado en esto, será la mejor estrategia. Y enfoquemos esfuerzos y recursos en lo que sí podemos arreglar.

Los miró con toda la fuerza de su autoridad.

–No había querido presionar porque creí que teníamos más tiempo, pero subestimamos a tu padre –miró a Emeraude–. Dalborit no se da por vencido tan fácilmente como creí. Les di un tiempo para ustedes, para relajarse. Ya han podido disfrutar, más o menos, lo que una vida normal tiene para ofrecer. Pero recuerden: ninguno de ustedes es alguien normal –los miró, uno por uno, y el peso de su mirada se quedó con ellos aún cuando ya no los veía más–. Ustedes son realeza –continuó–. Y ya va siendo tiempo que empiecen a reclamar su lugar.

Jasen suspiró, derrotado.

–Iré a ver a mis primas –declaró, poniéndose de pie–. Alguien tendrá que darles las noticias.

–No –dijo el rey–. Ve a buscarlas pero tráelas aquí. Deberían discutir algunas cosas. Quizá lo mejor será que los hagan partícipes de esto.

Jasen hizo una reverencia al rey y se retiró.

Emeraude también se puso de pie con un suspiro. Dirigió su mirada al rey e hizo una reverencia. Con calma, distraídamente, dejó la habitación.

Cuando los pasos dejaron de hacer eco hasta la habitación, Killian miró al rey, aireado.

–¿Por qué Aspen haría una cosa así? –exclamó, furioso–. ¿Por qué traicionarnos de esa forma?

El rey se dejó caer sobre su silla, ocultó el rostro entre sus manos y se masajeó las sienes. Killian sólo podía imaginar mínimamente lo que el monarca sentía, no sólo con eso sino además con el peso de todo un reino en sus hombros.

–Aspen no es de los que cuentan sus planes, Killian, y lo sabes.

–¿Pero… esto? –casi gritó–. ¿Ayudar a su hermano contra nosotros? ¿Hacer que Emeraude no pueda reclamar su lugar? ¿Romper los Acuerdos? Abdiel, es demasiado. No podemos permitir…

–¿Y qué sugieres que hagamos? ¿Qué, Killian, crees que podemos hacer?

–¿Podemos seguir confiando en él, acaso? –dijo el aludido. El rey alzó la vista de golpe, atónito.

–¿Qué insinúas?

Killian se acercó al escritorio. Puso sus manos sobre el mismo y se inclinó al frente, mirando con atención al rey.

–Sé que es su mejor amigo, o que lo fue hace tiempo, pero estuvo en una celda capaz de salir durante años y aún así nos dejó creer que había muerto. Luego aparece como si nada hubiera pasado listo para pedir favores el mismo día que decidió exponer a su familia a Dalborit rompiendo el hechizo que protegía su hogar. Encima de todo eso, no nos ha permitido contar a su hijo, a su propio hijo, que está vivo. ¿Sabes lo difícil que es hablar con ellos y fingir que no lo sé? ¿Que no lo he visto? Y a pesar de pedirnos que hagamos todo eso, sigue sin confiar en nosotros lo suficiente como para al menos explicarnos que todo es por una razón y decirnos qué espera de nosotros –bufó–. Estoy seguro que sabe incluso cómo romper la maldición. –Se inclinó para estar a la altura del rey y mirarlo a lo ojos. Abdiel nunca había visto esa mirada en su rostro, y no le agradó–. Así que, si no es molestia, le pido que me dé una razón verdadera para seguir confiando en él y no correr ahora a decirle toda la verdad a Jasen y buscar respuestas por mi cuenta.

Abdiel no supo qué responder. Él confiaba en Aspen, sabía que podía hacerlo. Su corazón no tenía ni un poco de duda sobre eso, y poco podía decir lo mismo de otras personas. Aspen sabía lo que hacía, siempre lo había sabido. Le había demostrado en muchas ocasiones que era de fiar, que él siempre estaba un paso adelante. Pero Killian no tenía esa certeza. Y no existían palabras para demostrar algo que sólo la experiencia propia podía demostrar.

Abdiel negó.

–No puedo darte nada que te haga confiar en él –confesó–. No te pido nada en nombre de Aspen, no te pido que le creas o te fíes de él. Sólo te pido que creas en mí. Y siento que nunca te he dado motivos para desconfiar de mí.

>>Si puedes hacerlo, Killian, sólo te pido paciencia.

Killian inspiró, pero asintió. Se irguió lentamente, su vista aún clavada en lo ojos del rey.

 –Paciencia –musitó–. Es decir, tiempo. Eso es lo que quiere. Bien. Tiempo le daré –asintió a modo de despedida y fue hacia la puerta.

Abdiel creyó que la discusión había terminado, y suspiró aliviado. Pero Killian no había dicho sus últimas palabras aún. Antes de cerrar la puerta, gritó:

–¡Cinco días! –declaró, y azotó la puerta detrás de sí.

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