Corría.

Lo que en mi infancia me había hecho sentir libre –correr por el bosque con el viento en mi rostro, las ramas quebrándose bajo mis botas y mi capa de viaje ondeando a mi alrededor– ahora era una verdadera carrera por la libertad. 

Esta vez no llevaba capa de viaje, sólo un vestido blanco –ahora enlodado– y que por sus rasgaduras dejaba entrar ramas secas que abrían grietas en mis piernas. El aire escapaba de mis pulmones en rápidas exhalaciones y sabía que no resistiría más.El intenso ruido de los cascos de los caballos siguiéndome me provocaba un temor que jamás había experimentado antes. Y se acercaban.

Me detuve un segundo, me sostuve de un árbol a tomar aliento. No podía respirar con regularidad, me faltaba el aire. La esposa alrededor de una de mis muñecas estaba helada, y el brazo me ardía ahí donde el hierro tocaba la piel. Miré alrededor, era cuestión de tiempo para que me alcanzaran.

Escuché al jefe de la guardia dar órdenes para rodearme y sabía que estaba perdida.

Pero corrí. Corrí de nuevo, alejándome de su voz. Ningún ser humano podría correr más veloz que un caballo, o cientos de ellos. No tenía esperanzas, pero tampoco deseos de rendición. 

Miré detrás mío y ahí estaba: el jefe de la guardia. Me miró y sonrió, apresurando a su caballo a correr detrás de mí. Aceleré el paso, tomé el borde del vestido entre mis manos y giré para alejarme de él.

Un guardia salió de la nada y se detuvo frente a mí. Al intentar retroceder, tropecé con mis propios pies y caí sobre mi espalda. En unos segundos estaba rodeada por toda la guardia del reino. Giré sobre mí misma para ver de frente al jefe de la guardia. Lyssander. 

Sin decir una palabra, se detuvo ante mí y llevó sus manos a su espada. Desenvainó la misma y la rozó por el borde, ligeramente, y la sangre brotó del corte. Su mirada era intensa, un mensaje que quería ver que me quedaba claro.

Y lo hizo. Entendí el punto: estaba afilada, lista. Lo que seguía era mi cabeza. 

Sentí el miedo correr por todo mi cuerpo, temía morir de rodillas, débil y sin poder hacer nada para defenderme; temía sufrir. Me dolía el cuerpo entero por correr y ya no tenía más fuerza, sino frío. 

Temor. Frío. Dolor. ¿Sería lo último que sentiría en mi vida? 

Alzó la espada por encima de la cabeza y bajó la mano formando un arco. Cerré los ojos y alcé un brazo con dificultad en un pobre intento de autodefensa.

Hubo un estallido y un instante después, gritos. Abrí los ojos, y me encontré en el centro de un muro circular de fuego, llamas tan altas como los árboles del bosque, muy por encima de mi cabeza. A través de las llamas, desdibujándose con el ondular del fuego, vi al jefe de la guardia, mirándome con los ojos muy abiertos, apretando su brazo contra sí, furia y dolor en sus ojos. Me encogí, asustada. Estaba en medio del fuego, muy segura que me consumiría en cualquier instante, y mis gritos de dolor harían eco a los de los hombres que ardían al otro lado y que se perdían en el viento.

A lo lejos sonó una corneta, la señal de la retirada.

–Bonito espectáculo –dijo alguien detrás de mí. Me reincorporé de un movimiento, girando sobre mis talones para mirar. Una joven de cabello negro como el hollín estaba de pie dentro del muro de fuego, con las manos en la cintura y sin un ápice de preocupación por el inminente peligro de morir ardiendo–. Lástima que deba terminar tan pronto.

Se acercó y me tomó del brazo. Como humo, desapareció sobre sí misma, y me llevó consigo. Al segundo siguiente estábamos en medio de un prado frente a una cabaña. Cuando finalmente me soltó, me sentí sin soporte, sin fuerzas.

Sólo oscuridad.

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